Fiesta de pizzas: Crónicas de la Primaria Carver, Libro 6

by Karen English, Laura Freeman

De una premiada autora, una interesantísima serie de libros infantiles protagonizados por niños afroestadounidenses y latinos, llenos de esa magia que fascina a los niños y que tiene un encanto universal.

From an award-winning author, another title in a chapter book series featuring African American and Latino boys that’s full of kid-friendly charm and universal appeal.

  • Format: eBook
  • ISBN-13/ EAN: 9780358415725
  • ISBN-10: 0358415721
  • Pages: 144
  • Publication Date: 09/22/2020
  • Carton Quantity: 1

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Excerpts
  • About the Book

    Richard y sus amigos están a tan solo cuatro días de marcar un récord por su excelente comportamiento y de ganar una fiesta de pizzas en el aula cuando ocurre el desastre: su adorada maestra se enferma y ocupa su lugar el suplente que es estricto y malo. ¿Se frustrarán sus sueños de una fiesta de pizzas cuando el suplente sospeche que algunos han estado haciendo trampa?

    Third grader Richard and his friends are just four days away from setting a record for excellent behavior and earning a classroom pizza party when disaster strikes—their beloved teacher is out sick, and the strictest, meanest substitute has taken her place! Not even the best-behaved kid can live up to this sub’s impossible standards. Will their dreams of pizza be dashed after all their hard work?

  • About the Author
  • Excerpts

    Uno

    “Estúpido” no es una mala palabra

    Los chicos de la Sala Diez de la Escuela Primaria Carver (excepto Ralph Buyer, quien otra vez está ausente) están parados en fila, rectos como soldados, mirando hacia adelante, con las bocas cerradas. Están esperando que la maestra los vaya a buscar al patio. Es lunes, decimosexto día de excelente comportamiento en la formación. Cuatro días más de comportamiento perfecto en la formación de la mañana y tendrán una fiesta de pizzas. Su maestra, la señora Shelby-Ortiz, se lo ha prometido. Y ella siempre cumple sus promesas. 

          Así que esperan, con los brazos a los costados, sin goma de mascar en la boca, con los labios bien juntos para que no se les escape ni una palabra. Bueno, Richard puede ver que Calvin Vickers mueve los hombros de vez en cuando, algo que entiende perfectamente porque, de pronto, él también se siente un poquitito ansioso. 

          Richard desearía poder correr en el lugar, al menos un poco. Es difícil mantenerse en esta posición de inmovilidad. Echa un vistazo a las puertas dobles del edificio principal, que están cerradas. Son las puertas por las que suele salir la señora Shelby-Ortiz cuando los va a buscar al patio. La mayoría de los maestros ya han retirado a sus alumnos y van en esa dirección, al frente de sus filas, pero casi todas son filas irregulares, observa Richard. 

          No son filas derechas. No van en silencio. No todos llevan las manos a los costados. Ve que Montel Mitchell jala del borde de la chaqueta de Brianna. Ella se da vuelta y le grita algo, y su maestra continúa dirigiéndolos hacia el edificio principal como si ni siquiera se hubiera dado cuenta. 

          A Richard se le escapa una pequeña carcajada. Está feliz de que la Sala Diez haya superado a todas las demás filas durante los últimos dieciséis días. Está feliz de haber hecho su contribución. La pequeña sonrisa de su rostro se congela cuando, de pronto, escucha que alguien habla entre dientes. Es Yolanda. 

          —¿Qué estás haciendo? —susurra ella. 

          —Nada —responde él, también en un susurro. 

          —No estás bien derecho, y puedo escuchar que te estás riendo de algo. 

          Él se pone bien recto. 

          —Sí estoy bien derecho. 

          Esto llama la atención de Antonia, la “santita” de la clase, y ella les dice con una voz un poquito más elevada que un susurro: 

          —No deberían estar hablando. ¿Pueden callarse la boca, por favor? 

          Entonces Carlos, quien está adelante de ella, se mete: 

          —Uy, ¡dijiste una mala palabra! 

          Se da vuelta casi del todo para darle su opinión cara a cara. 

          —No dije una mala palabra —replica Antonia con su voz normal—. Es solamente una mala palabra en la escuela. Fuera de la escuela, nadie piensa que callarsela boca sea una mala palabra. 

          Deja se incorpora a la charla, pero mantiene la cabeza hacia adelante y habla en voz baja. 

          —Estamos en la escuela. Por eso callarse la boca sí es una mala palabra. 

          —Y también estúpido —agrega Nikki—. No se olviden de estúpido. 

          —No en el mundo común —responde Antonia. Luego exhala un largo, largo suspiro, mientras cierra los ojos y lleva la cabeza un poco hacia atrás, como si necesitara de toda su paciencia con sus compañeros. 

          —La palabra estúpido en sí misma no es una mala palabra. Llamar a alguien estúpido es lo que hace que estúpido sea una mala palabra —dice Nikki. 

          Carlos mira hacia las puertas cerradas del edificio principal y luego dice en voz alta: 

          —¿Pueden parar de hablar? ¡Nos quedaremos sin fiesta de pizzas! 

          Al escucharlo, todos se quedan en silencio. Vuelven a comportarse perfectamente en la fila: se paran bien derechos y miran hacia adelante. Entonces, del otro lado del patio, ven abrirse las puertas principales. No es la señora Shelby-Ortiz, se sorprende Richard. Es el señor Blaggart, el suplente que habían tenido cuando la señora Shelby-Ortiz se había quebrado el tobillo. 

          Era malo. Había sido como un castigo por haber ahuyentado al primer suplente, el señor Willow, que era mucho más bueno. 

          Richard recuerda algunas de las travesuras que habían hecho. Había sido idea de Carlos dar saltitos mientras leía en voz alta. Y fue Ayanna quien decidió leer en voz tan baja que nadie pudiera escucharla. Él no recuerda de quién había sido la idea de que un grupo de chicos tuviera un ataque de tos durante la lectura silenciosa, pero sí está seguro de que fue Rosario quien les había dicho a todos que se sentaran donde quisieran. Y que cambiaran todo el tiempo sus nombres para que el pobre señor Willow jamás pudiera aprenderlos. 

          La gota que rebasó el vaso, luego del ataque de tos de la clase, ocurrió después del almuerzo. Un maestro debe de haberle avisado al señor Willow sobre la nota autoadhesiva que decía “¡Patéame!” que Carlos había pegado en la parte posterior de su blazer cuando fue a hacerle una pregunta sobre una tarea de estudios sociales. 

          Pobre señor Willow. Terminó el día, pero no regresó. En ese momento, Richard se sintió muy culpable. El señor Willow no se merecía que lo trataran de esa manera. 

          Al día siguiente, llegó el señor Blaggart. Antes, sargento instructor; ahora, maestro suplente malo, malo, requetemalo. Richard suspira. Quiere decirle algo a Gavin, que está tres lugares más adelante en la fila, pero sabe que conviene no hacerlo.

    Cuando la clase entra a la Sala Diez, se puede escuchar el ruido que hace un alfiler al caer al piso. Hay una lista con sus nombres en la pizarra blanca con marcas de conteo al lado de cada uno. Richard mira a Gavin. Gavin se encoge de hombros. 

          —Creo que debemos lograr que no borre ninguna de esas marcas. Debes mantener tantas como sea posible —murmura. 

          Richard lo piensa. 

          —...

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